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"Lo primero que el cuentista le pide a su lector es atención; el novelista, paciencia."

viernes, 21 de diciembre de 2007

La visita del coro de Reginald

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"Flores en un bocal"
Óleo sobre cartón de José María Fojo, cm. 24,3 x 15,2 - Año 2015

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La visita del coro de Reginald.
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por Saki (H. H. Munro, 1870 – 1916)

“Nunca,” escribió Reginald a su más querido amigo, “seas un precursor. Es el Cristiano Primero al que agarra el león más gordo.
Reginald, a su modo, era un precursor.
Nadie del resto de su familia tenía nada que se aproximara al cabello ticianesco o al sentido del humor, y usaban prímulas como decoración de la mesa.
Se sigue que nunca entendieron a Reginald, quien bajaba tarde a desayunar, y mordisqueaba las tostadas, y decía cosas irrespetuosas del universo. La familia comía sopa de avena y creía en todo, aun en el pronóstico del tiempo.
Por tanto la familia se sintió aliviada cuando la hija del vicario emprendió la reforma de Reginald. Su nombre era Amabel; ésta fue la única extravagancia del vicario. A Amabel se la consideraba una belleza e intelectualmente dotada: nunca jugaba al tenis, y se aseguraba que había leído La Vida de las Abejas, de Maeterlinck. Quien se abstiene del tenis y lee a Maeterlinck en un villorrio rústico, es por necesidad un intelectual. También había estado dos veces en Fécamp para adquirir un buen acento francés de los norteamericanos que hay por allí; en consecuencia, tenía un conocimiento del mundo que podría ser considerado útil en tratos con un mundano.
De donde las felicitaciones en la familia cuando Amabel emprendió la reforma de su miembro descarriado.
Amabel comenzó las operaciones invitando a su desprevenido alumno a tomar el té en el jardín de la vicaría: ella confiaba en la influencia saludable de los entornos naturales — no habiendo estado nunca en Sicilia, donde las cosas son diferentes.
Y como toda mujer que haya jamás predicado el arrepentimiento a la juventud irredenta, hizo hincapié en el pecado de una vida vacía, la que siempre parece mucho más escandalosa en el campo, donde la gente se levanta temprano para ver si apareció una fresa nueva durante la noche.
Reginald le recordó los lirios del valle, “que se limitan a estar allí y lucir hermosos, y desafían la competencia.
“Pero ése no es un ejemplo para que nosotros lo sigamos,” se sofocó Amabel.
“Por desgracia, no podemos permitírnoslo. Usted no sabe qué ingentes molestias me tomo tratando de rivalizar con los lirios en su artística simplicidad.
“Usted se muestra por demás envanecido de su apariencia. Una buena vida es infinitamente preferible a un buen aspecto.
“Concuerda usted conmigo en que las dos son incompatibles. Yo siempre digo que la belleza sólo tiene la profundidad del pecado.”[1]
Amabel comenzó a darse cuenta de que la batalla no siempre se inclina en favor de los de convicciones fuertes. Con el recurso inmemorial de su sexo, abandonó el ataque frontal y puso el acento sobre su falta de ayuda en el trabajo de la parroquia, su soledad mental, sus desalientos — y en el momento exacto trajo fresas con crema. Reginald quedó desde luego afectado por esto último, y cuando su preceptora sugirió que él podría empezar la vida ardua ayudándola a supervisar la salida anual de los bucólicos infantes que integraban el coro local, sus ojos brillaron con el peligroso entusiamo de un converso.
Reginald entró solo en la vida ardua, por lo que concierne a Amabel. Las más virtuosas mujeres no están hechas a prueba de pasto mojado, y Amabel tuvo que guardar cama, resfriada. Reginald lo llamó una dispensa; había sido el sueño de su vida poner en escena la salida de un coro. Con visión estratégica, condujo a sus tímidos y microcefálicos discípulos hasta el más cercano arroyo del bosque y les permitió que se bañaran; después se sentó sobre las ropas amontonadas y discurseó sobre su inmediato futuro, el cual, decretó, era el de participar de una procesión báquica a través del villorrio. El pensamiento previo había provisto la ocasión con un suministro de silbatos de estaño, pero la introducción de un macho cabrío desde una huerta vecina fue un brillante pensamiento posterior. De hecho, explicó Reginald, debería haber habido un vestuario de pieles de pantera; tales como estaban las cosas, a los que tenían pañuelos moteados se les permitió usarlos, lo que hicieron con agradecimiento. Reginald reconoció la imposibilidad, en el tiempo a su disposición, de enseñar a sus temblorosos neófitos un cántico en honor de Baco, de modo que los despachó con un más familiar, si bien menos apropiado, himno de temperancia. Después de todo, dijo, es el espíritu de la cosa lo que cuenta. Siguiendo la etiqueta de los autores dramáticos en las noches de estreno, permaneció en un discreto segundo plano mientras la procesión, con extrema timidez y el cabrón, recorría su camino lúgubremente hacia el villorrio. El canto había callado mucho antes de que alcanzaran la calle principal, pero el miserable lamento de los pitos atrajo a los habitantes a sus puertas. Reginald dijo que él había visto algo similar en grabados; los aldeanos no habían visto nada semejante en sus vidas, y así lo manifestaron sin empacho.
La famila de Reginald nunca lo perdonó. No tenían sentido del humor.
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Traducción de J. M. F.

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[1] Juego de palabras intraducible. Un proverbio inglés dice: “Beauty is only skin-deep” (la belleza sólo tiene la profundidad de la piel), y Saki escribe: “Beauty is only sin-deep” (la belleza sólo tiene la profundidad del pecado.)
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