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"Lo primero que el cuentista le pide a su lector es atención; el novelista, paciencia."

viernes, 21 de diciembre de 2007

La visita del coro de Reginald

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"Flores en un bocal"
Óleo sobre cartón de José María Fojo, cm. 24,3 x 15,2 - Año 2015

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La visita del coro de Reginald.
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por Saki (H. H. Munro, 1870 – 1916)

“Nunca,” escribió Reginald a su más querido amigo, “seas un precursor. Es el Cristiano Primero al que agarra el león más gordo.
Reginald, a su modo, era un precursor.
Nadie del resto de su familia tenía nada que se aproximara al cabello ticianesco o al sentido del humor, y usaban prímulas como decoración de la mesa.
Se sigue que nunca entendieron a Reginald, quien bajaba tarde a desayunar, y mordisqueaba las tostadas, y decía cosas irrespetuosas del universo. La familia comía sopa de avena y creía en todo, aun en el pronóstico del tiempo.
Por tanto la familia se sintió aliviada cuando la hija del vicario emprendió la reforma de Reginald. Su nombre era Amabel; ésta fue la única extravagancia del vicario. A Amabel se la consideraba una belleza e intelectualmente dotada: nunca jugaba al tenis, y se aseguraba que había leído La Vida de las Abejas, de Maeterlinck. Quien se abstiene del tenis y lee a Maeterlinck en un villorrio rústico, es por necesidad un intelectual. También había estado dos veces en Fécamp para adquirir un buen acento francés de los norteamericanos que hay por allí; en consecuencia, tenía un conocimiento del mundo que podría ser considerado útil en tratos con un mundano.
De donde las felicitaciones en la familia cuando Amabel emprendió la reforma de su miembro descarriado.
Amabel comenzó las operaciones invitando a su desprevenido alumno a tomar el té en el jardín de la vicaría: ella confiaba en la influencia saludable de los entornos naturales — no habiendo estado nunca en Sicilia, donde las cosas son diferentes.
Y como toda mujer que haya jamás predicado el arrepentimiento a la juventud irredenta, hizo hincapié en el pecado de una vida vacía, la que siempre parece mucho más escandalosa en el campo, donde la gente se levanta temprano para ver si apareció una fresa nueva durante la noche.
Reginald le recordó los lirios del valle, “que se limitan a estar allí y lucir hermosos, y desafían la competencia.
“Pero ése no es un ejemplo para que nosotros lo sigamos,” se sofocó Amabel.
“Por desgracia, no podemos permitírnoslo. Usted no sabe qué ingentes molestias me tomo tratando de rivalizar con los lirios en su artística simplicidad.
“Usted se muestra por demás envanecido de su apariencia. Una buena vida es infinitamente preferible a un buen aspecto.
“Concuerda usted conmigo en que las dos son incompatibles. Yo siempre digo que la belleza sólo tiene la profundidad del pecado.”[1]
Amabel comenzó a darse cuenta de que la batalla no siempre se inclina en favor de los de convicciones fuertes. Con el recurso inmemorial de su sexo, abandonó el ataque frontal y puso el acento sobre su falta de ayuda en el trabajo de la parroquia, su soledad mental, sus desalientos — y en el momento exacto trajo fresas con crema. Reginald quedó desde luego afectado por esto último, y cuando su preceptora sugirió que él podría empezar la vida ardua ayudándola a supervisar la salida anual de los bucólicos infantes que integraban el coro local, sus ojos brillaron con el peligroso entusiamo de un converso.
Reginald entró solo en la vida ardua, por lo que concierne a Amabel. Las más virtuosas mujeres no están hechas a prueba de pasto mojado, y Amabel tuvo que guardar cama, resfriada. Reginald lo llamó una dispensa; había sido el sueño de su vida poner en escena la salida de un coro. Con visión estratégica, condujo a sus tímidos y microcefálicos discípulos hasta el más cercano arroyo del bosque y les permitió que se bañaran; después se sentó sobre las ropas amontonadas y discurseó sobre su inmediato futuro, el cual, decretó, era el de participar de una procesión báquica a través del villorrio. El pensamiento previo había provisto la ocasión con un suministro de silbatos de estaño, pero la introducción de un macho cabrío desde una huerta vecina fue un brillante pensamiento posterior. De hecho, explicó Reginald, debería haber habido un vestuario de pieles de pantera; tales como estaban las cosas, a los que tenían pañuelos moteados se les permitió usarlos, lo que hicieron con agradecimiento. Reginald reconoció la imposibilidad, en el tiempo a su disposición, de enseñar a sus temblorosos neófitos un cántico en honor de Baco, de modo que los despachó con un más familiar, si bien menos apropiado, himno de temperancia. Después de todo, dijo, es el espíritu de la cosa lo que cuenta. Siguiendo la etiqueta de los autores dramáticos en las noches de estreno, permaneció en un discreto segundo plano mientras la procesión, con extrema timidez y el cabrón, recorría su camino lúgubremente hacia el villorrio. El canto había callado mucho antes de que alcanzaran la calle principal, pero el miserable lamento de los pitos atrajo a los habitantes a sus puertas. Reginald dijo que él había visto algo similar en grabados; los aldeanos no habían visto nada semejante en sus vidas, y así lo manifestaron sin empacho.
La famila de Reginald nunca lo perdonó. No tenían sentido del humor.
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Traducción de J. M. F.

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[1] Juego de palabras intraducible. Un proverbio inglés dice: “Beauty is only skin-deep” (la belleza sólo tiene la profundidad de la piel), y Saki escribe: “Beauty is only sin-deep” (la belleza sólo tiene la profundidad del pecado.)
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jueves, 20 de diciembre de 2007

El libro

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"El libro"
Óleo pastel sobre papel de José María Fojo, cm. 24,0 x 32,0 - Año 2009

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.El libro..
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por Howard Phillips Lovecraft (1890 – 1937)
(Escrito en 1934)


MIS MEMORIAS están muy confundidas. Hasta tengo muchas dudas de dónde comienzan; porque algunas veces percibo sorprendentes visiones de años que se extienden detrás de mí, en tanto que otras parece como si el momento actual fuera un punto aislado en una infinitud gris y amorfa. Ni siquiera tengo certeza de cómo estoy comunicando este mensaje. Aunque ahora sé que estoy hablando, tengo la vaga impresión de que alguna extraña y quizá terrible mediación será necesaria para llevar lo que digo hasta los lugares donde deseo que se me oiga. Mi identidad, también, está confusamente nublada. Parezco haber sufrido una gran conmoción – tal vez a causa de algún en exceso monstruoso crecimiento de mis ciclos de única, increíble experiencia.
….Estos ciclos de experiencia, desde luego, nacen todos de aquel libro infestado de gusanos. Recuerdo cuando lo encontré – en un lugar de escasa iluminación cerca del río negro y aceitoso donde las nieblas siempre se arremolinan. El sitio era muy viejo, y las estanterías llenas hasta el cielorraso de volúmenes putrescentes se extendían sin fin en cuartos internos y alcobas sin ventanas. Había, además, grandes montones informes de libros en el suelo y en rústicas bateas; y fue en uno de esos montones que encontré el libro. Nunca supe su título, porque faltaban las primeras páginas; pero cayó abierto hacia el final y me dio un atisbo de algo que mareó mis sentidos.
….Había una fórmula – una especie de lista de cosas que decir y hacer – que reconocí como algo negro y prohibido; algo que yo había leído con anterioridad en párrafos furtivos de revuelto horror y fascinación, manuscrito por esos extraños y antiguos hurgadores de los secretos guardados del universo, cuyos textos decadentes me deleitaba absorber. Era una clave – una guía – hacia ciertas compuertas y transiciones con las que los místicos han soñado y murmurado desde que la raza era joven, y que conducen a libertades y descubrimientos más allá de las tres dimensiones y los dominios de la vida y la materia, tales como los conocemos. Durante siglos ningún hombre había recordado su sustancia vital o sabido dónde encontrarla, pero este libro era en verdad muy viejo. Ninguna prensa de imprenta, sino la mano de algún monje medio loco, había trazado estas ominosas frases latinas en letras unciales de imponente antigüedad.
….Recuerdo cómo el viejo me ojeó y rio, e hizo un curioso ademán con la mano cuando me llevé el libro. Rechazó todo pago por él, y solo mucho después pude sospechar por qué. Así que me apresuré de regreso a mi casa por esas estrechas y retorcidas callejas embozadas en niebla, cercanas al río, tuve la atemorizante impresión de ser perseguido con sigilo por suaves pasos. Las casas seculares y temblorosas a ambos lados parecían vivas, animadas de una malignidad fresca y mórbida – como si un canal de malvada comprensión, hasta entonces cerrado, se hubiera abierto de golpe. Sentí que esos muros y esos gabletes de ladrillo fungoso y revoques y maderos enmohecidos – con ventanas como ojos, vidriadas de diamante, que me miraban torvas – podrían a duras penas desistir de avanzar y aplastarme… y sin embargo yo había leído sólo un ínfimo fragmento de esa runa blasfema antes de cerrar el libro y llevármelo.
….Recuerdo cómo leí el libro por fin – pálido y encerrado en el altillo que había dedicado desde antiguo a extrañas búsquedas. La gran casa estaba muy silenciosa, porque yo no había subido hasta después de medianoche. Creo que tenía una familia entonces – aunque los detalles son muy inciertos – y sé que había muchos sirvientes. No puedo decir qué año era; porque desde entonces he conocido muchas edades y dimensiones, y todas mis nociones del tiempo se han disuelto y rehecho. Fue a la luz de velas que leí – me acuerdo del silencioso goteo de la cera – y me llegaban repiques que venían a cada momento desde lejanos campanarios. Yo parecía seguir esos repiques con interés peculiar, como si temiera oír alguna muy remota nota intrusa ente ellos.
….Entonces vino el primer arañar y golpetear la buhardilla que miraba desde gran altura los otros techos de la ciudad. Vino mientras yo canturreaba en alta voz el noveno verso de esa trova primitiva, y supe en medio de mis temblores qué significaba. Porque el que pasa las compuertas siempre gana una sombra, y nunca más puede estar solo. Yo había evocado – y el libro era de verdad todo lo que sospeché. Esa noche traspasé la compuerta a un vórtice de tiempo y visión retorcidos, y cuando la mañana me encontró en el altillo vi en las paredes y en los estantes y en los muebles lo que nunca había visto antes.
….No pude ver luego nunca el mundo como yo lo había conocido. Mezclados con la escena presente había siempre un poco del pasado y un poco del futuro, y cada objeto que alguna vez me fue familiar flotaba extraño en la nueva perspectiva debida a mi visión ensanchada. Desde entonces caminé en un sueño fantástico de formas desconocidas y conocidas a medias; y con cada nueva compuerta que pasaba, con menos simplicidad podía yo reconocer las cosas de la estrecha esfera con la que tanto tiempo había estado vinculado. Lo que yo veía a mi alrededor no lo veía nadie más; y me volví más silencioso y apartado por miedo de que pensaran que estaba loco. Los perros me temían, porque sentían la sombra externa que nunca me abandonaba. Pero aun leí más – en libros ocultos y olvidados y rollos a los que mi nueva visión me condujo – y pujé a través de renovadas compuertas del espacio y el ser y patrones de vida hacia el núcleo del desconocido cosmos.
….Recuerdo la noche en que hice los cinco círculos concéntricos de fuego sobre el piso, y me paré en el más interior cantando esa monstruosa letanía que el mensajero del Tártaro había traído. Los muros se derritieron, y fui barrido por un viento negro a través de golfos de insondable gris, con las cumbres aciculares de montañas desconocidas millas debajo de mí. Después de un tiempo hubo una completa negrura, y luego la luz de una miríada de estrellas formando extrañas, foráneas constelaciones. Finalmente vi una planicie iluminada de verde, muy lejos debajo de mí, y discerní en ella las retorcidas torres de una ciudad construida de ninguna manera que yo hubiera jamás conocido o leído o soñado. Mientras yo flotaba más cerca de esa ciudad, vi un gran edificio cuadrado de piedra en un espacio abierto, y sentí un odioso temor oprimiéndome. Di alaridos y luché, y después de un vacío estaba otra vez en mi altillo, despatarrado sobre los cinco círculos fosforescentes que había en el suelo. En el vagar de esa noche no hubo más extrañeza que en el de muchas noches anteriores; pero hubo más terror porque supe que yo estaba más cerca de esos golfos y mundos exteriores de lo que había estado nunca antes. Por lo tanto fui más cauto con mis encantamientos, porque no tenía deseos de ser separado ni de mi cuerpo ni de la tierra en abismos desconocidos de los que nunca podría retornar


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Traducción de J. M. F.

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Una búsqueda (Cuento)

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"Pesquero de fondo plano en reparaciones"
Óleo sobre tela sobre cartón de José María Fojo, cm. 30,0 x 24,0 - Año 2015
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Una búsqueda.
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El frío del agua marina nos ha servido de estimulante y, cansados de nadar, nos tendemos en la playa para escurrirnos y asolearnos.
....Mi amigo empuña un madero y comienza a cavar en la arena, y descubre casi a flor del suelo un caracol enorme, colorido e intacto. Ufano, ríe y lo deposita sobre un jirón de tela, luego de lavarlo en las olas. Continúa su busca y cada pocos golpes de su precaria pala desentierra nuevos caracoles, a cuál más hermoso y reluciente que el anterior.
....Yo también, tentado, me armo de un madero y emprendo mi propia búsqueda; pero cavo, cavo, y no encuentro concha alguna.
....Mi amigo toma en préstamo una nasa de los
pescadores, que va llenando con su cosecha de nácar. Desde la hondura de mi pozo, ya profundo, lo oigo reír y arrojar los caparazones en la nasa, donde caen con un menudo traqueteo de castañuelas que se funde con su risa y el rumor perpetuo del mar, tan cercano.
....No hallo ninguna bocina. Caigo en la cuenta de que hace ya mucho que no se oyen las exclamaciones de mi amigo; es seguro que se ha retirado, llevándose la nasa llena. Siento frío y fatiga, y tristeza por no haber descubierto ningún caracol. Con desaliento, miro hacia arriba, al lejano círculo de cielo todavía azul pero que no tardará en tornarse negro y que me será tan difícil, si no imposible, alcanzar antes de que la marea lo cubra
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José María Fojo
Publicado en el libro “Prosperidad de las sombras”
El Francotirador Ediciones, 2000
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miércoles, 12 de diciembre de 2007

Herder y el lenguaje

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"Los techos rojos (paisaje de Galicia)"
Óleo pastel sobre cartón de José María Fojo, cm. 28,0 x 21,5 - Año 1989
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Herder y el lenguaje
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Johann Herder proclamó la intraducibilidad de las lenguas: “Cuando trato de hablar en una lengua extranjera, su espíritu se me escapa.” En eso no andaba muy descaminado. Pero su caracterología de las lenguas es imperdible: según ella, la lengua francesa es inmoral, adecuada para el disimulo y la traición, en tanto que la alemana sólo es apta para expresar la verdad. Como lo prueba el hecho de que Hitler redactara “Mein Kampf” en francés, y Descartes escribiera el “Discourse
de la Méthode” en alemán.
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..J. M. F., 2005.
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Del matricidio en la literatura

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"Bodegón con libros en tonos fríos"
Acrílico sobre tela sobre cartón de José María Fojo, cm. 30,0 x 40,0 - Año 2015

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Del matricidio en la literatura
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Dice Faulkner: “Si usted tiene una historia para contar y su madre se interpone, mate a su madre.
Bueno, William, bueno. No exageremos. Basta con encerrarla en un geriátrico.
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J. M. F., 2007
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miércoles, 5 de diciembre de 2007

Tríptico de Abramarca (Cuentos) - I. Abramarca

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"Abramarca"
Óleo sobre chapadur de José María Fojo, cm. 40,0 x 40,0 - Año 1998
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Abramarca.
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.AL ATARDECER, después de galopar todo el día, me detuve en una venta para refrescarme y dar un descanso a los caballos. Allí trabé conversación con un viejo lugareño que se dejaba estar sentado a una mesa, emboscado en la penumbra y su barba torrencial; se mostró sorprendido cuando le revelé el destino de mi viaje y mi voluntad de continuarlo de inmediato. Mientras él hablaba, pedí una botella de ginebra y dos vasos.
....—¿Viaja ahorita mismo a Abramarca? Es mal momento, la oración; tendrá que andar toda la noche. Al alba, el camino es fácil, y usted tiene buenos caballos; no se preocupe. Además, Abramarca lo atrae como imán al fierro porque sobra tanta soledad allí, que irradia avidez de vida, ya sea de hombre o de bestia; un aquerenciamiento fatal que se lo traga a uno y no lo suelta. Pero en el viaje yo me haría guiar por un baquiano… Cuando llegue a las estribaciones, enfile hacia lo más árido; no se puede confundir: es un cerro blanco, pelado, todo de piedra caliza que parece hueso molido, aunque de lejos usted lo ve gris, porque al blanco de la piedra se mezclan unas manchas de arena de pómez negra que algún volcán vomitó en otro siglo. Pago seco es aquél; sólo va a ver el verde mezquino y las florcitas como gotas de leche de algunos astreyes, que es planta sufrida y porfiada, y se agarra de los bordes de los barrancos con todos sus zarcillos como garfios, porque el viento la zamarrea y siempre anda queriendo quemarla hasta las raíces.
....»El viento, sí, es lo único que se oye en Abramarca, pero ulula y trina tan fuerte que al rato uno se acostumbra y ya no lo escucha. De cuando en cuando suenan algunas campanas en el caserío, en la cima del cerro, pero son campanas como de palo, que no llaman a nadie… ¿Y quién queda ya en el pueblo, sino los muertos y los viejos que los cuidan y esperan para unírseles, y desventurados de toda laya, vencidos por la falta de agua y ese sol que los seca por dentro, como si les transmutara la sangre en ceniza? Ya no hay nada en Abramarca, sino la soledad, la escasez y el olvido, y un sol que lastima, y una sombra ruin que no ampara…
....Acerqué la botella y serví más licor. La noche ya se alzaba en el oriente, y no se oía más que el ubicuo viento raspando las pircas con sus uñas huidizas y tableteando en los tejados con sus nudillos furtivos.
....»Sí, señor; yo supe vivir allá y ya harán como veinte años que me volví, después de enterrar a mis seis hijos entre las piedras blancas, debajo del polvo negro. Cuando sepulté al último, me quedé un tiempo para no dejarlos solos y hablar con ellos. Hablábamos mucho, como un padre debe hacerlo con los hijos… Pero al fin la penuria, o el viento, o la soledad me corrieron y bajé al llano. Y aquí estoy, y no mejor; a veces les hablo, pero con dificultad, y cada día menos… Se van quedando mudos, o la pómez triturada se les mete en las bocas; no sé… El viento me trae lo que dicen, pero ya casi no los entiendo; es un vestigio de voz, como una mezcla de aullido y llanto, o queja… Les contesto, pero no sé si me comprenden. Se les nota que se sienten muy solos, aunque yazcan juntos; yo trato de consolarlos y que se olviden que están muertos, pero desde acá. Porque a Abramarca no me vuelvo. No, señor; nunca –aseguró, haciendo un gesto de negación definitiva.
....La noche había llegado, trayendo gélidas estrellas y ráfagas recrudecidas. El viejo permaneció silencioso un rato muy largo, apretando el vaso vacío y con el ciego mirar fijo en las tablas manchadas de la mesa; acaso dirimía algo dentro de sí. Por fin destapé otra vez el frasco, pero me tuvo la mano y me miró hondo y, como sin quererlo, dijo:
....—Mañana me voy con usted, patrón…
....Asentí sin palabras; la compañía de un conocedor del país me daba una ventaja que yo no podría despreciar. Desaté del equipaje la bolsa de dormir y pedí permiso para acostarme en un rincón; el viejo se tendió cerca, envuelto en unas mantas. Al rato pude oír su respiración acompasada; había caído rápido al fondo de un sueño abismal, pero antes de dormirme oí que musitaba: «Ya casi no los oigo…»
....Temprano en la mañana nos pusimos en marcha y cabalgamos lado a lado sin hablar —agotada ya tal vez su magra historia—, hasta que el crepúsculo vespertino nos recibió en la cúspide del cerro. El viejo contempló las calles yermas de Abramarca como un lelo, y aunque no dijo nada, yo entendí que lo aplastaba la conciencia de la inaudita quiebra de su juramento de no volver a hollar ese sitio.
....La noche nos urgía; mis asuntos hubieron de postergarse. Nos acomodamos en una esquina de la nave derruida y desierta de la iglesia; los agujeros en el techo y las paredes permitían que las rachas interminables nos visitaran, y nos mostraban unas estrellas más nítidas y aciagas que las del llano. Arrebujado en la bolsa de dormir, oí en la hora nodal de la noche que el viejo me llamaba quedo desde su montón de mantas:
....—Forastero…
....—Qué pasa, viejo –dije, pero no hubo respuesta, y luego un ronquido con algo de estertor se metió en los huecos del retumbo del viento. Mucho más tarde lo oí balbucear, inaudible: «Ya no hablan»
....Un dolor que me taladraba los párpados me despertó: la luz de la aurora. Me incorporé y me acerqué a las mantas.
....—Viejo –dije, empujándolo con la punta del pie. El bulto parecía de una extraña delgadez, como si durante la noche se hubiera vaciado. Iba a zarandearlo de nuevo con la bota, pero me agaché de repente y retiré el sombrero y el borde del poncho que cubría la cabeza.
....La calavera, con su sonrisa tetánica de dientes maltrechos, me saludaba desde la palidez de su completa descarnadura. Tiré de la tela y puse al descubierto el esqueleto entero, mondo, desarticulado, ya reducido a su lastimosa eternidad de piedra.
....Pensé o sentí con desaliento: «Ahora, ya no sé cuál es el verdadero asunto que me trajo a Abramarca…» Saqué una pala Linnemann de la mochila y cavé una tumba entre las rocas del atrio. Tomando las mantas desde los extremos, logré que los huesos se juntaran en la concavidad de la urdimbre; los envolví, los bajé al fondo del túmulo, y los tapé con el polvo gris de la serranía.
Requiescat in pace!

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José María Fojo
Mención de Honor Certamen de Cuento
Instituto del Profesorado «Santo Tomás de Aquino»
San Martín, Provincia de Buenos Aires, 1997
Publicado en el libro “Prosperidad de las sombras”

El Francotirador Ediciones, 2000.

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martes, 4 de diciembre de 2007

Tríptico de Abramarca (Cuentos) - II. Cuentero

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"Purmamarca"
Acrílico sobre cartón de José María Fojo, cm. 20,0 x 40,0 - Año 2009..

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Cuentero
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UN DIA COMPLETO me demoraban ya los asuntos que me llevaron a Abramarca. Había tomado yo la decisión de entrar en la taberna, cuando el turbio sol alumbrara sólo las cimas de los cerros, a beber un aguardiente que se me reveló rudo y huraño y que me escoció la garganta sin que el placer me rozara. A esa hora incierta pude observar, desde el ventanuco, la llegada a la plaza polvorienta e hirsuta, barrida por el viento sin fin, de un viejo astroso y enteco, tocado con un mal sombrero de fieltro; se sentó en las gradas de piedra del monumento derruido a algún prócer ignoto, y comenzó a soltar un discurso en voz baja hasta que un corro de cinco o seis transeúntes (prodigio de multitud en población tan rala) instalóse en su derredor a escucharlo. Al cabo de algunos minutos, concluida su perorata, el viejo sostuvo el cuenco del sombrero delante de sí y los oyentes dejaron caer algunas monedas de cobre en él; recogió la dádiva y agradeciendo con una reverencia silenciosa y artrítica, se retiró de la minúscula plaza con paso cansino, indiferente a las polvaredas soleviadas por el vendaval.
....Tiré de la lengua del patrón de la taberna. El viejo resultó ser Aparicio, el cuentero del pueblo, entendiéndose por tal menester el de quien, todas las tardes a la hora del ocaso, relata una historia nueva a los circunstantes. Esas gentes miserables, desprovistas de otras diversiones, oyen de buen grado al decidor y le pagan por lo que han oído.
....Y si no hay nadie que se la pague, a la historia se la lleva el aire, y es seguro que Aparicio esa noche ayuna y vela, buscando una conseja mejor para el otro día… –agregó.
....Quise saber dónde moraba ese personaje que, como una célebre princesa de otros tiempos, tenía que prodigar relatos para guardarse de la muerte. Mi informante se encogió de hombros y dijo: «Por ahí», designando una vaga dirección que no desdeñaba el entero horizonte. Pensé que, a pesar de lo que expresó el Bardo, hay mucho en un nombre: Nomen, omen… ¿De dónde habría aparecido Aparicio? Insistí; nuevo encogimiento de hombros del tabernero: «Creo que nadie lo sabe; debe tener una tapera en algún sitio, cerca de alguna aguada.» Pensé también que vivir en un rancho vecino al agua en un lugar tan árido como Abramarca parece un lujo improbable, que Aparicio podría darse sólo a costa de grandes dificultades. Picado por la curiosidad decidí investigar y, si resultare necesario, perseguir al cuentero hasta su tugurio, aunque no fuera sino para enterarme de lo que todos profesaban desconocer.
....El crepúsculo siguiente me iluminó a través del ventanuco de la cantina, sorbiendo el áspero licor mientras jugueteaba con la moneda que había premeditado entregarle a Aparicio en pago de su próximo relato; una moneda ordinaria, de pocos centavos, con una hendidura labrada a navaja o punzón surcando el bajorrelieve del anverso.
....Puntual se presentó el cuentero y desplegó su previsible ceremonia. Había ya varios curiosos a su alrededor cuando salí de la taberna y me acerqué al grupo; el acto provocativo de plantarme ostentosamente delante de él, concitando su atención sobre mi calidad de intruso, no alteró su pétrea impavidez ni el monótono treno de su voz, que refería la confusa historia de un caminante al que obligan (no se alcanzaba a discernir quiénes ni por qué) a batirse con un cuchillero avezado. El cuento me supo torpe, falto de ilación y remate, aunque percibí en él un indefinible dejo de cosa conocida que bastó para intrigarme. Insatisfecho, sumé mi moneda a las de los otros no bien Aparicio nos tendió el sombrero.
....Ya se alejaba el relator a lo largo de una de las callejas que salen de la plaza cuando vislumbré un destello metálico en el suelo, en el preciso lugar donde Aparicio había recibido la limosna. Recogí, con sorpresa, la moneda hendida que yo arrojara al sombrero unos momentos antes. La misma moneda. Aparté mis ojos azorados de ella y los dirigí al fondo de la callecita en el instante exacto que Aparicio doblaba una esquina; una tapia de adobe lo ocultó de mi vista. Tuve el impulso de correr en su busca, pero me ganó una inexplicable convicción de la inutilidad de tal acto, que no iba a encontrarlo, y permanecí inmóvil en la plaza. Regresé por fin a la taberna, donde examiné estúpidamente la moneda mientras meditaba, perplejo, sobre la absurda certidumbre de que no encontraría al decidor (lo que es muy diferente de no poder alcanzarlo), su borroso relato de un duelo en ciernes y la impasibilidad, la palmaria ausencia de Aparicio durante su alocución, como si estuviera ido, en otra parte. Lamenté no haberlo tocado; no supe entonces por qué.
....Pude prever tanto la dureza del catre del mesón –mejor, con todo, que la bolsa de dormir– como la llegada de Aparicio, entre nieblas, para perturbarme en cuanto traté de descansar. Parecía diluirse en la materia de la noche, y con su huera voz me reconvino, extendiendo una mano que yo conjeturé sarmentosa pero lucía casi núbil: «Tu moneda no me sirve. Por eso te la devolví.» Quise hablar, pero me interrumpió: «No me interesa nada de lo que hay de tu lado. Con lo mío me basta.» Antes de que su enigma se me revelara por completo, comenzó a levitar y fugó a través de la ventana, a la que me acerqué dando tumbos parea retenerlo, pero mi repentina y estupefacta vigilia sólo atestiguó las impertérritas estrellas coaguladas en un cielo de peltre. Entonces se me volvieron largas las horas e interminables los quehaceres hasta que estuve otra vez frente al cuentero en el postrer crepúsculo, sabiendo que mi irrupción en su modesta magia aldeana iba a privar a los abramarqueños del escaso solaz que les era concedido.
....Porque ya había descubierto el fenómeno de la moneda que es retenida por el fieltro pero queda tirada sobre el piso, e identificado la historia del cuchillero y la víctima; no me tomó de sorpresa Aparicio cuando, frente al grupo de viandantes, comenzó su último, trunco relato diciendo: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado…», ni me asombró que mi mano lo atravesara sin más resistencia que la de una columna de humo, ni que su voz fuera adelgazándose hasta convertirse en un murmullo que se disolvió en la infinitud del silencio, y que su cuerpo se tornara progresivamente translúcido, dejando ver lo que había detrás de él –las gradas de tosca piedra del monumento, las flores blancas de un arbusto de astrey, la plaza entera–, afantasmándose hasta la absoluta y definitiva desaparición.
....Supe entonces que el Otro, el que lo soñaba, había dejado de soñarlo por siempre jamás.

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José María Fojo
Mención de Honor Certamen Literario Leonístico Hispanoamericano
Club de Leones de Buenos Aires, 1995.
Publicado en el libro “Prosperidad de las sombras”
El Francotirador Ediciones, 2000
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lunes, 3 de diciembre de 2007

Tríptico de Abramarca (Cuentos) - III. El algarrobo

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"Santa María Ramos Generales 1856 - 1956"
Acrílico sobre tela de José María Fojo, cm. 27,9 x 35,6 - Año 2002
Col. Virginia Prieto de Fineberg - París, Francia
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El algarrobo
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AL TROTE de mi cabalgadura, en el atardecer del último día –según mis planes– de mi permanencia en Abramarca, cautivó la atención de mis ojos una silueta más columbrada que vista en la penumbra de la alta ventana de una casa señorial pero ruinosa, frente a la plaza del villorrio. Visible sólo durante un momento fugaz, la oscura efigie furtiva de una mujer que se muestra pero asimismo se oculta, que a un tiempo acecha y rehúye, capturada en la periferia de mi visión, bastó para excitar mi curiosidad. Observé que delante de la casa, debajo del balconcillo tras cuya vidriera apareció la imagen, entorpecía el paso el tocón de un algarrobo, limpiamente aserrado casi a ras del suelo en época lejana. En la taberna, mi fuente habitual de información no se mostró reticente:
....—Sí, la Casa del Algarrobo. Todavía la llaman así, aunque al algarrobo hace mucho que lo cortaron.
....Le pregunté por qué lo habían hecho.
....—Lo mandó la dueña de la casa, la señora Luva, después de que un rayo lo partió y lo abrasó hasta el tuétano, en medio de una tormenta como no se recuerda otra en Abramarca, que es famosa por su sequedad y porque no llueve nunca. Pero así fue. La señora dijo que no le daba el corazón para ver hendido y quemado ese árbol venerable, mucho más viejo que el pueblo, porque ya estaba arraigado en su sitio antes de que llegara el Conquistador. Se lo mienta como un gigante de más de seiscientos años de edad cuando el fuego lo fulminó. Y hubo que cortarlo, nomás, porque daba lástima, y los pobres que siempre abundan se lo llevaron tronchado en ramas y tueros, para calentarse con sus despojos…
....Sospeché que me interesaría hablar con la señora Luva, y así se lo dije al tabernero, quien me miró con asombro:
....—¡Hablar con la señora Luva! ¡Pero, señor! ¡Si esto que le estoy contando pasó hace tanto tiempo! Yo no había nacido todavía, y ya voy para viejo; a mí me lo refirió mi padre, que a su vez lo oyó del suyo.
....Le pregunté cuándo el rayo había muerto al algarrobo; yo quería una fecha exacta, pero a él le era imposible precisarla, aunque calculaba la antigüedad del hecho en no menos de noventa años. La señora Luva, entonces, debía ser muy, muy vieja. ¿Vivía aún en la Casa del Algarrobo?
....—Noventa años, sí. Sí, Luva debe de estar muy vieja –dijo, como si no hubiera oído mi última interrogación. Se la repetí—. La señora Luva desapareció el día siguiente al del corte del algarrobo. Nadie supo nunca adónde se fue. Desaparecieron ella y toda su gente, y ningún abramarqueño los vio partir.
....Recordé con disgusto la advertencia que un llanero me dirigió antes de entrar en la aldea, referida a los que quedaban en ella. Pero, ¿quién, cómo era Luva? ¿Por qué había abandonado Abramarca de modo tan abrupto? ¿Quiénes eran «su gente»? Esta resultó ser sólo su servidumbre. Cuando se ausentó, Luva era joven, soltera, altiva, dueña de tierras, inaccesible, sólo se la veía en misa. Quise saber quién ocupaba la casa al presente, y la respuesta fue «nadie». ¿Nadie? ¿La casa permanecía vacante, desprovista de atención, de vigilancia? ¿No moraba allí alguien… una guardesa, tal vez? No; la casa quedó deshabitada desde que Luva se marchó, en años tan remotos.
....Le dije, sin mentir, que me hubiera gustado conocerla en persona. Decidí, también, prolongar mi estancia en Abramarca.
....El día siguiente, a la misma hora, volví a huronear frente a la Casa del Algarrobo, pero esta vez al paso, no al trote. Vi —¿quise ver?— en la ventana, confusa y brevemente, la vaga y esquiva imagen de una mujer que me anhelaba desde allí, o tal vez sólo el raído jirón de una cortina vetusta agitada por el sempiterno viento comarcal. No supe entonces lo que mis ojos vieron, pero sentí un llamado inmóvil y mudo que me alcanzaba desde la casa inhóspita.
....El tercer día llegué a pie a la plaza desierta y me aposté en una banca de piedra, no lejos y a la vista del balcón del la Casa del Algarrobo. El último sol saturaba los blancos y los ocres de las áridas escarpas con un denso rojo translúcido, casi bermejo, cuando se abrió la puerta de la casa y un anciano, enjuto como un faquir y con tez de su mismo color, salió por ella y se acercó a mí. Iba vestido con ropas antiguas, gastadas y limpias, propias de una pobreza decente, sin miseria.
....—La señora Luva desea recibirlo ahora, señor –dijo sin preámbulo y con cortés deferencia.
....Por toda respuesta, me levanté de la banca y lo seguí. Ingresé en los aposentos, adornados con las macizas y severas galas del mobiliario colonial; Luva me esperaba de pie junto a una mesa enorme, lista para la cena y alumbrada con varios candelabros. Al ir acercándome a ella pude notar su sublime belleza española, acentuada por el contraste entre la blancura de la piel y el negro profundo de los ojos inmensos y el pelo, ceñido con una sencilla tiara de astreyes –esa tenue flor nívea que sólo se encuentra en Abramarca– y peinado en tirabuzones sueltos que rozaban su largo cuello y su pecho liso y suave, descubierto por el escote de su vestido talar de seda; su altura y su esbeltez parecían inducir sus pausados movimientos de cérvido. Pero emanaba de ella algo indefinible, una especie de falsedad o anacronismo; algo, quizás, como un ligero desajuste con el mundo, o como si su esplendor no fuera más que una superchería; acaso simulaba su juventud, ocultando arrugas con afeites y canas con una peluca. Pero yo veía que la señora me esperaba llegar con una suerte de fervor secreto, que fue desvaneciéndose hasta trocarse en una melancólica decepción cuando me detuve frente a ella:
....—Tú no eres el que yo espero… Te pareces mucho, pero no eres. Te pareces por esa barba rubia y esos ojos verdes, imposibles en Abramarca –desgranó con su grave voz de sibila, tomando la mano que yo le había tendido.
....Besé la suya y ofrecí retirarme de inmediato, dada la confusión, pero ella pareció alarmarse y vaciló. No había soltado mis dedos; se acercó mucho a mí y me dijo: «No; no te vayas», y levantó su mano arrastrando la mía y guiándola hasta que rocé con el dorso la tibia piel de su pecho. Alzó uno de los candelabros de plata y me miró a los ojos con intensidad, y en su mirada había una orden, no un ruego.
....La seguí hasta su alcoba, hasta su cama con dosel de muselina blanca teñida de rosa por la luz del borde del sol, no oculto aún por los cerros, que entraba a través de la ventana despojada y entre las cortinas tras las que vi a Luva la vez primera. Más tarde, en la mitad de la noche –las estrellas, siempre presentes como el viento, titilaban del otro lado de los cristales– me dijo, mientras se aferraba a mí: «No me dejes; desearía que vinieras conmigo a mi patria, y nos quedáramos juntos allá.» Me desconcertó; nunca sospeché que Luva no fuese natural de Abramarca; pero ya sus labios susurraban junto a mi oído una exhortación imperiosa: «¡Prométemelo!» Lo prometí, sin saber qué prometía; la oí suspirar, y murmurar algo, y se durmió en mis brazos.
....El canto de un pájaro me despertó con el sol ya alto, invisible desde la ventana apuntada al Poniente, pero la luz abundante delataba la hora cenital. Me acodé en la cama y miré y acaricié a Luva como para cerciorarme de su corporeidad; ella dormía aún en la placidez de su abandono, cálida y lozana, animada por una queda respiración. Me deslumbró el portento de la blancura de su cuerpo desnudo, la piel tan perfecta, el cabello tan negro derramándose sobre la almohada, la húmeda boca tierna y suave, el rostro tan hermoso y tranquilo, libre ahora de esa extraña aura de falsedad e incoherencia que lo transfiguraba el día anterior; eran el cuerpo y la cara de una mujer preciosa y joven de verdad, inmerso en la íntima y dulce luz matinal filtrada por la pantalla de las innumerables hojas verdes y las flores purpúreas del algarrobo gigantesco.
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José María Fojo
Publicado en el libro “Prosperidad de las sombras”
El Francotirador Ediciones, 2000.
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